Al entrar en su despacho, por un momento, creí que cometía una atrocidad. Todo aquel mundo que muchas veces no entendí, pero que amaba y admiraba, se presentaba inmóvil con aire de recuerdos. Encima de su mesa había facturas, dibujos, escritos. Un libro de Hemingway reposaba en la cama, aún no lo había terminado; Greig, música celta, Ludovico Einaudi y baladas heavy; esperaban soñar en el ordenador. Y en su pequeña biblioteca se amontonaban los libros que le habían hecho suspirar, reír, aprender o llorar. Pero lo más importante, eran sus cuadernos, libretas y su rincón de la literatura en su ordenador. Los cuadernos eran como un fetiche para ella, cada vez que veía alguno especial lo comparaba a pesar de tener algunos por estrenar, otros lo tenían medio llenos y solo algunos estaban gastados. En ellos nacían sus escritos; cuentos y reflexiones que viajaban entre la narrativa y la poesía. No me atrevía a desmontar la habitación. Sabía que si lo hacía se marcharía para siempre, pero si hacía lo contrario secuestraba parte de su ser en la Tierra.
Entre sus muchos recuerdos encontré un pequeño retazo de sentimientos; era su legado, sus pensamientos más profundos, sus estados anímicos y descubrí en ella una pequeña niña que se negaba a morir de realidad. Un ser con demasiados ideales para este mundo, pero que aún creía en el poder de una frase bien escrita. Lloré, hacía tiempo que ya no me enseñaba sus cuentos, sus libros, porque yo no los leía, había desistido y con este hecho comencé a desconocer su espíritu y su evolución. Ahora ya no está, sus restos bucean por el mar, como ella quiso; ahora me reconforta leer su esencia condensada; en su imaginación, en sus escritos, en sus diarios y sus suspiros. Tal vez cuando la muerte me llamé me reencontrare con ella y podré decirle que ya te conozco.
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